lunes, 27 de enero de 2014

MILAGRO, Benjamín A. Araujo M.

Milagro
Íbamos de un lado para el otro. Desesperados; sin saber qué hacer. Estábamos prácticamente enloquecidos; los tres hijos que incubó nuestro amor eran víctimas de esa peste, inconcebible, innombrable, pero que ya había hecho miles de difuntos en el condado.
Corría el año de 1636, en la capital de la Nueva España, y los agoreros, tanto prehispánicos como iberos, presagiaban hambre, desdicha y desolación no sólo en la ciudad sino en todo el país. La fronteras se habían cerrado a petición de las súplicas de los vecinos del norte y del sur; éramos un pueblo encerrado en el pánico demencial.
Pero una mañana fría del mes de enero, tocó a nuestra puerta un hombre humilde que, en cuanto nos vio dijo como si ya nos conociera:
-Traigo el remedio preciso para vuestra situación. ¡¡¡Vuestros hijos, los tres, vivirán!!!...la única condición es que uno de ustedes dos muera. Esa es la condicionante.
Y mirándonos a los ojos, por turnos, a mi mujer y a mí. Tosió y dijo enseguida:
-...ustedes tienen la palabra; ¿qué deciden...?
Y no cesó de mirarnos. Con sus ojos se reflejaba un halo de interrogación. A su vez, mi mujer, Sofía, me miraba a mi con insistencia y la interrogante pululaba inquieta en sus ojos. Ante las insistentes miradas de ambos, yo, Herculano, no dudé y dije a voz en cuello, dirigiéndome primer al extraño visitante y enseguida a mi mujer:
-Desde luego...no hay duda...yo debo dar mi vida por mis hijos;  qué milagro grandioso sería que ellos vivieran. Yo ya viví bastante y he corrido la legua...así es de que: Usted tiene la palabra...
Y dirigí la mirada con fuerza impulsiva hacia él...y luego a mi mujer, que me miraba extasiada.
El hombre no dudó. Y dijo inmediato:
-Trato hecho. Vayan a la recámara de los niños y verán que han sanado...
...de inmediato lo hicimos. Nos saltó el corazón y el alma volvió a nosotros, Ramiro, Antonieta y Francisca, efectivamente estaban de pie y frescos y rozagantes como ya no lo habían estado desde que inició la enfermedad.
Buen rato estuvimos alegres y juguetones con los chamacos. Hasta que mi mujer comenzó a llorar, en una mezcla de alegría y de angustia -cosa que adiviné por la manera en que miraba a los críos y a mí-...
Lo que hizo que yo me dirigiera hacia donde había quedado aquél extraño individuo. Ni su luz. El hombre ya no estaba. Salimos a la calle y lo mismo: nada de nada...
Por un buen rato supusimos que él volvería para cobrar mi vida. Pero así pasaron horas, días, semanas y, afortunadamente, nada ocurrió...

Hasta seis meses después del acontecimiento empezamos a intuir que había sido un hecho sobrenatural: un milagro. ¡¡¡Un verdadero milagro!!! 

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