Milagro
Íbamos
de un lado para el otro. Desesperados; sin saber qué hacer. Estábamos
prácticamente enloquecidos; los tres hijos que incubó nuestro amor eran
víctimas de esa peste, inconcebible, innombrable, pero que ya había hecho miles
de difuntos en el condado.
Corría
el año de 1636, en la capital de la Nueva España, y los agoreros, tanto
prehispánicos como iberos, presagiaban hambre, desdicha y desolación no sólo en
la ciudad sino en todo el país. La fronteras se habían cerrado a petición de
las súplicas de los vecinos del norte y del sur; éramos un pueblo encerrado en
el pánico demencial.
Pero
una mañana fría del mes de enero, tocó a nuestra puerta un hombre humilde que,
en cuanto nos vio dijo como si ya nos conociera:
-Traigo
el remedio preciso para vuestra situación. ¡¡¡Vuestros hijos, los tres,
vivirán!!!...la única condición es que uno de ustedes dos muera. Esa es la
condicionante.
Y
mirándonos a los ojos, por turnos, a mi mujer y a mí. Tosió y dijo enseguida:
-...ustedes
tienen la palabra; ¿qué deciden...?
Y
no cesó de mirarnos. Con sus ojos se reflejaba un halo de interrogación. A su
vez, mi mujer, Sofía, me miraba a mi con insistencia y la interrogante pululaba
inquieta en sus ojos. Ante las insistentes miradas de ambos, yo, Herculano, no
dudé y dije a voz en cuello, dirigiéndome primer al extraño visitante y
enseguida a mi mujer:
-Desde
luego...no hay duda...yo debo dar mi vida por mis hijos; qué milagro
grandioso sería que ellos vivieran. Yo ya viví bastante y he corrido la
legua...así es de que: Usted tiene la palabra...
Y
dirigí la mirada con fuerza impulsiva hacia él...y luego a mi mujer, que me
miraba extasiada.
El
hombre no dudó. Y dijo inmediato:
-Trato
hecho. Vayan a la recámara de los niños y verán que han sanado...
...de
inmediato lo hicimos. Nos saltó el corazón y el alma volvió a nosotros, Ramiro,
Antonieta y Francisca, efectivamente estaban de pie y frescos y rozagantes como
ya no lo habían estado desde que inició la enfermedad.
Buen
rato estuvimos alegres y juguetones con los chamacos. Hasta que mi mujer
comenzó a llorar, en una mezcla de alegría y de angustia -cosa que adiviné por
la manera en que miraba a los críos y a mí-...
Lo
que hizo que yo me dirigiera hacia donde había quedado aquél extraño individuo.
Ni su luz. El hombre ya no estaba. Salimos a la calle y lo mismo: nada de
nada...
Por
un buen rato supusimos que él volvería para cobrar mi vida. Pero así pasaron
horas, días, semanas y, afortunadamente, nada ocurrió...
Hasta
seis meses después del acontecimiento empezamos a intuir que había sido un
hecho sobrenatural: un milagro. ¡¡¡Un verdadero milagro!!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario